Vivir en Madrid es un poco asfixiante, no todo el mundo es capaz de soportar el estrés, no todo el mundo puede quedarse a vivir en Madrid y no sufrir las consecuencias de la vida en una gran ciudad. Yo vivo en Madrid desde hace diez años, procedo de un pueblo pequeño del litoral, una zona preciosa con unas playas maravillosas y unos acantilados de infarto.
La vida era muy agradable en el pequeño pueblo pero era eso, un pequeño pueblo, y yo tenía otras aspiraciones: quería recorrer las calles de otras ciudades, poder desarrollar mi trabajo en otros lugres. Soy veterinaria y en mi pueblo sabía que acabaría estancándome y para evitar eso decidí marcharme.
Me vine a Madrid y mi vida cambio. Alquilé un pequeño apartamento al lado de una escuela de baile: no me molestaba en absoluto el ajetreo de personas que llegaban a practicar los bailes de salón, la bachata y el tango; todo lo contrario, hasta me gustaba pero no me animaba.
Con el paso del tiempo fui cogiendo confianza con la ciudad y ahora la siento como si fuera mía, me encanta recorrer sus calles atestadas de personas con prisa por llegar a sus trabajos. El estrés de la gran ciudad para mí es un estrés contagioso, y si sales a la calle sin prisa acabaras corriendo como el resto solo por imitación.
La fortuna me sonrió y encontré trabajo casi de inmediato en una clínica veterinaria, más bien era un hospital veterinario en el que operábamos e ingresábamos a los animales más delicados de salud. Me sentía plena, realizada por completo, laboralmente hablando, por lo que una tarde en la que las cosas me habían ido bastante bien y habíamos podido salvar la vida a una pequeña perrita que habían atropellado.
Ese día decidí no pasar de largo por la puerta de la escuela de baile y traspasé la puerta para ver que se hacía por allí.
Fue como pasar a otro mundo, todo el mundo bailando por parejas, una melodía muy divertida y pegadiza, la gente reía a carcajadas las ocurrencias del profesor, se respiraba un entorno limpio, libre de prejuicios; todo era muy acogedor, había una pequeña mesa al fondo de la estancia en la que había unas bebidas refrescantes y unos vasos, también algunos aperitivos y unas servilletas.
De pronto me imaginé saltando y bailando como los demás, me imaginé riéndome como ellos y bailando con destreza cualquier pieza que me pusieran y sentí unas ganas enormes de apuntarme a las clases de baile y eso hice.
La vida era muy agradable en el pequeño pueblo pero era eso, un pequeño pueblo, y yo tenía otras aspiraciones: quería recorrer las calles de otras ciudades, poder desarrollar mi trabajo en otros lugres. Soy veterinaria y en mi pueblo sabía que acabaría estancándome y para evitar eso decidí marcharme.
Me vine a Madrid y mi vida cambio. Alquilé un pequeño apartamento al lado de una escuela de baile: no me molestaba en absoluto el ajetreo de personas que llegaban a practicar los bailes de salón, la bachata y el tango; todo lo contrario, hasta me gustaba pero no me animaba.
Con el paso del tiempo fui cogiendo confianza con la ciudad y ahora la siento como si fuera mía, me encanta recorrer sus calles atestadas de personas con prisa por llegar a sus trabajos. El estrés de la gran ciudad para mí es un estrés contagioso, y si sales a la calle sin prisa acabaras corriendo como el resto solo por imitación.
La fortuna me sonrió y encontré trabajo casi de inmediato en una clínica veterinaria, más bien era un hospital veterinario en el que operábamos e ingresábamos a los animales más delicados de salud. Me sentía plena, realizada por completo, laboralmente hablando, por lo que una tarde en la que las cosas me habían ido bastante bien y habíamos podido salvar la vida a una pequeña perrita que habían atropellado.
Ese día decidí no pasar de largo por la puerta de la escuela de baile y traspasé la puerta para ver que se hacía por allí.
Fue como pasar a otro mundo, todo el mundo bailando por parejas, una melodía muy divertida y pegadiza, la gente reía a carcajadas las ocurrencias del profesor, se respiraba un entorno limpio, libre de prejuicios; todo era muy acogedor, había una pequeña mesa al fondo de la estancia en la que había unas bebidas refrescantes y unos vasos, también algunos aperitivos y unas servilletas.
De pronto me imaginé saltando y bailando como los demás, me imaginé riéndome como ellos y bailando con destreza cualquier pieza que me pusieran y sentí unas ganas enormes de apuntarme a las clases de baile y eso hice.